…O eso creo, por José Antonio Vergara Parra

….O eso creo

No atisben moralina ni magisterio alguno en mis palabras.  Son modestas reflexiones de un hombre con sobradas e interiorizadas razones para saberse modesto. Nada más. Ocurre que en el relato de las cosas de este mundo recupero parte del aliento esquilmado por las maldades, arcanos y trivialidades que azotan nuestro tiempo.

Definitivamente andamos desquiciados. Siempre lo estuvimos pues el repaso de la Historia de la Humanidad, excepcionados efímeros momentos de esplendor, no deja resquicios para diagnósticos benévolos. En un exceso de optimismo, no exento de sarcasmo, nos hacen creer que vivimos en la llamada sociedad de la información. La información veraz y la educación integral deparan ciudadanos libres y, en consecuencia, poderosos. De la misma manera, la desinformación programada y una formación inexistente o deficiente tornan a la sociedad en un magma extremadamente vulnerable.  La información no es más una calculada falsificación de la realidad. Los hechos (como sus alegatos y delaciones) son cantados o silenciados, resaltados o arrinconados, justificados o apostrofados según convenga al dinero y al poder, valga la redundancia. Nadie está a salvo de caer en las redes de la propaganda que, aunque ligeramente contrapesada en las democracias liberales, ocupa las agendas de todo poder terrenal.

Tenemos parte de culpa pues rebuscamos argumentos que apuntalen ideas preconcebidas cuando debería ser al revés. Jamás demos por sentadas ideas y posicionamientos lo que en absoluto ha de entenderse para una claudicación frente al relativismo. Si bien la cultura, las circunstancias y el tiempo que nos toca vivir tienen un peso extraordinario sobre nuestro bagaje existencial, afirmo que hay certidumbres absolutas inmunes a modas y modismos. Lo diré de otro modo. La bondad, la decencia o la solidaridad, por ejemplo, no admiten una graduación ética o moral. No son velas de una nao rendidas a la fuerza y dirección de un viento caprichoso sino verdades inmutables y eternas.

Hay regímenes que, sin rodeos, anulan al individuo en su insondable potencialidad convirtiéndole en una especie de semoviente con el alma castrada. Malditos sean tales sistemas políticos que, al abrigo de una aparente conveniencia comunitaria, asfixian a su pueblo para beneficio de una camarilla de canallas.

No caeré en la equidistancia ni en la tibieza ideológica pues las democracias liberales y el capitalismo son, de largo, las más exitosas fórmulas de organización colectiva.  Pero ni faltan detractores ni enemigos camuflados. Hay quienes claman contra sus maldades desde la comodidad y libertad dispensadas por el sistema que dicen combatir. Comodidad y libertad que no abandonan jamás. Las más elevadas muestras de coherencia ideológica que podemos esperar se reducen a vacacionales y fructíferos coqueteos con las élites (jamás con el pueblo ni con la oposición por lo común encarcelada) de los países que, aún hoy, abrazan la ideología política más mortífera y devastadora que ha conocido la Humanidad: El comunismo.

Me preocupan más los que antes llamé enemigos camuflados. Me refiero a los polizones que sólo sirven a un dios: el dinero. Una veneración radicalmente incompatible con los fundamentos jurídicos, políticos, cristianos y filosóficos que cimentaron las más altas cotas de libertad, bienestar y progreso que ha conocido la civilización.  Y en éstas anda Europa y Estados Unidos. Éstos y aquella que, por olvidar sus orígenes, andan perdidos por una ciénaga llena de peligros.

La Declaración de Independencia de los Estados Unidos, aprobada el 4 de julio de 1776, entre otras manifestaciones, dice así:

“Sostenemos como evidentes estas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre éstos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad; que para garantizar estos derechos se instituyen entre los hombres los gobiernos, que derivan sus poderes legítimos del consentimiento de los gobernados; que cuando quiera que una forma de gobierno se haga destructora de estos principios, el pueblo tiene el derecho a reformarla o abolirla e instituir un nuevo gobierno que se funde en dichos principios, y a organizar sus poderes en la forma que a su juicio ofrecerá las mayores probabilidades de alcanzar su seguridad y felicidad.”

A los padres intelectuales de la Unión Europea (Jean Monnet, Robert Schuman, Konrad Adenauer, Alcide de Gasperi y Paul-Henri Spaak) les ocurrió lo mismo que a los de la II República Española (Ortega y Gasset, Pérez de Ayala y Gregorio Marañón), que la armoniosa partitura por ellos compuesta fue corrompida ulteriormente por intérpretes que no supieron o no quisieron leerla con la debida fidelidad.

Bruselas. 1957. Konrad Adenauer daba un discurso y, entre otras cosas, decía lo siguiente:

Me parece que en este trabajo de la integración europea, los europeos católicos deberían tener en cuenta que hay Estados que comprenden un total de 1.000 millones de habitantes que están siendo gobernados y dirigidos según principios deliberadamente ateos y que pretenden que la libertad del individuo, que está fuertemente enraizada en el espíritu del Cristianismo, no tiene relevancia en comparación con la omnipotencia del Estado. Esta dominación sobre 1.000 millones de personas constituye un peligro extremo y real para el pensamiento y los sentimientos cristianos. Que deberíamos unirnos frente a las amenazas es un precepto no solamente de autoconservación sino del sentido común.”

Lo que intento decir es que los ideales que forjaron los Estados Unidos de América y la mejor versión de la Vieja Europa han sido traicionados por un puñado de burócratas que, desprovistos de legitimidad democrática alguna, se han plegado a la perversa dialéctica del dinero y de la indigencia intelectual. La decadencia ética y moral de sendos diques de contención es tan evidente como preocupante. Asistimos a una suicida trivialización de aquello que nos hizo fuertes y audaces.

Lo mejor de nuestro pasado no tan lejano está en peligro. La pérdida de una visión trascendental de la vida ha permitido la entrada del egoísmo individual y colectivo. Cristo ha sido despojado por la nada más absoluta que, en espera de un cielo soñado, convierte en un páramo nuestras vidas. Los europeos asesinamos a los nasciturus pero nos hacemos acompañar de perros. Cuando nuestros mayores tornan su pretérita utilidad en presente fastidio, les llevamos a las residencias permitiendo que la soledad y tristeza ulceren sus cansados corazones. Ése es el pago a quienes nos dieron la vida y sus vidas. Hemos olvidado el inconmensurable sentido cristiano del matrimonio y la familia que es tanto como la piedra angular de la Iglesia Católica y de toda civilización digna de tal nombre. Quienes hemos sido llamados a esa empresa, estamos compelidos a encontrar en su seno la Cruz y Liberación verdaderas.

Que nadie malinterprete mis palabras. No me gusta la pedantería de fieles ensoberbecidos y estimo prescindibles los vodeviles a cuenta del Nazareno. Reniego de los estados confesionales que imponen a un dios intencionadamente manipulado, convirtiendo en folklórico el más maravilloso Verbo revelado al hombre. Me consta que hay hombres y mujeres que sin saberlo, y aún negándolo, llevan a Jesús en sus corazones. No importan las filiaciones oreadas sino los hechos de cuya elocuencia dará cuenta Dios. Creo que a Dios hay que escucharle a través de sus rabadanes que, aún falibles por su condición humana, han consagrado sus vidas a Jesús; hay que sentirlo en el sagrario y testimoniarlo en la vida. Callada, fiel, discretamente.

Lo cierto es que una sociedad sin alma está condenada al fracaso. Cuando faltan el soplo y el viento que elevan el espíritu, la materia será únicamente principio y fin.